
ConVerso con Dario de Portal Sxxi.net continua la serie de Mujeres Escritoras con Ruby Becerra. Sin duda un deleite para los oidos, hablar sobre la vida de una mujer que hace cada día de la literatura, un camino para erradicar las violencias que nos acompañan.
SANTA NIÑA PECADORA (de Júzgame) Ruby Becerra
Cuando nació Trinidad, Amparo ya tenía cuatro hijos y Vicente dos. Ambos vivían a la orilla de la carretera, paso obligado por los campesinos para ir al pueblo a misa, vender algo de la cosecha y volver con arroz y pasta para la quincena. Aquella casa pequeña de corredor en caos por algunas gallinas, basura y los perros buscando que comer a toda hora, quedaba justo en el límite entre dos veredas, cada una perteneciente a pueblos diferentes. Por ello, la familia no figuraba en ninguna de las listas oficiales de habitantes. A sus puertas no llegaban subsidios, cupos de escuela, curas pidiendo ofrendas, ni políticos a hacer campaña para las elecciones de alcalde.
La pequeña Trinidad pasaba los días detrás de sus hermanos, para quienes era invisible a pesar de sus cinco años. No la incluían en los juegos, tampoco la dejaban competir en las carreras de atletismo arriando el ganado del vecino, sus padres eran tan pobres que no tenían ni una vaca que diera leche para espesar el desayuno. En cambio, los niños le ordenaban ir por agua, recoger leña, ordeñar vacas ajenas para beber a escondidas y hacer los oficios de la casa. Para sus hermanos, estas tareas eran una carga dejada por sus padres antes de partir al trapiche al amanecer; para la pequeña, era la oportunidad de sentir que, en casa la reconocían como uno de ellos. Cuando terminaba de ejecutar las instrucciones, lloraba un buen rato en el frente de la casa por la sobreviniente soledad. Las siluetas de los niños se desvanecían en la falda de la montaña, por entre los árboles, el río y los cultivos de yuca hasta desaparecer en el paisaje que podía ver. Ellos corrían más rápido que ella, por eso, ya no intentaba seguirlos para no quedar sola en el campo; la asustaban los toros bravos y los hombres solos que la querían llevar a cambio de caramelos. Una vez le pasaba el hipo por haber llorado tanto su abandono, se iba al charco formado frente a su casa por las pisadas de los caballos que pasaban a diario y armaba muñecos de arcilla que quisieran quedarse con ella. Con un palo revolvía el barro de fondo, sacaba de a pocos con sus manos el agua que le sobraba, con la mezcla que le quedaba amasaba la greda que le daba vida a sus nuevos amigos. Los bautizaba con nombres de comida porque no sabía ninguno más y porque siempre tenía hambre. Su mejor amiga se llamaba aguapanela, tenía otro al que nombró cuchuco, y así pasaron por su pequeña pandilla de greda nombres como sopa de pintao´, envuelto, choclo, mortiño y cariseca. Pronto se quedó sin inspiración, no era mucha la comida que conocía, así que repetía sus platos favoritos. La niña veía pasar los pocos viajeros, las mañanas soleadas y las tardes lluviosas en compañía de sus pequeñas esculturas con nombres deliciosos.
En plena contienda política, el alcalde del pueblo más lejano envió aplanadoras para la carretera, su intención era motivar a los campesinos para que fueran a votar por su joven sobrino en las elecciones. El arreglo llegó hasta la frontera de su territorio, allí pararon las máquinas y emprendieron retirada sin remordimiento por el desorden que dejaron. Frente a la casa de Trinidad, quedó una montaña de arena gredosa blanca, propia de los caminos de herradura de aquellas tierras. Después de haber llovido dos tardes seguidas con sus noches, Trinidad tenía barro no solo para fabricar muñecos, sino casas para ellos y carreteras veredales sin límites del gobierno.
En una tarde encapotada por la amenaza de lluvia, mis padres, mi hermano y yo, pasamos agotados cargando las maletas frente a la casa de la pequeña niña. Nuestro campero desajustado no pudo llegar muy lejos por la carretera lisa como un jabón después del arreglo del alcalde, corríamos el riesgo de deslizarnos a los abismos de la inhóspita vía. Junto a la montaña de greda estaba ella, era pequeña como una golondrina, su piel quemada color gris ahumado se pintaba con manchas blancas por el barro en el que, laboriosa armaba montones y figuras indefinidas junto al camino. Su menudo cuerpo parecía colgar de su cabello negro, que apuntaba recto al cielo por el soporte que le daban las bases de greda que se anidaban en su cuero cabelludo. Tenía los ojos salvajes, ardiendo de ganas de llorar, presa de la rabia que le dejaba que sus hermanos no la hubieran llevado a jugar. Al vernos, la pequeña se escondió tras el montón de arena mojada, quedó blanca como una momia que por dentro guarda un alma blanda. Saltó de alegría entre el fango al ver bajar a sus hermanos por la montaña entre risas y gritos. Corrió por el lado de nosotros como un torbellino liviano para salir a su encuentro.
Los días siguientes de esas vacaciones pasaron en la cabaña junto al fogón de leña tomando aguapanela para el encierro familiar. Las mañanas eran opacas y en las tardes nos acompañaba una lluvia torrencial hasta la madrugada. Los gallos cantaban bajo y sin ganas, las gallinas buscaban lombrices entre el agua que se aposaba en todas partes, el ganado se enterraba en los campos, todo olía a lluvia silvestre que bajaba por los surcos de la montaña en ríos improvisados. Mientras llovía, me sentaba frente al fuego a ver consumir la leña, el agua destilaba por los tejados haciendo el paisaje difuso, el verde opaco y el cielo cerrado. El humo del fogón se devolvía por los buitrones para quedarse en el calor del hogar, ese humo nos acompañaba día y noche en casa en las temporadas de lluvias que pasábamos en la tierra donde se crío Papá. Él tenía que subir la voz sobre el sonido incesante de las gotas en el tejado para contarnos historias en las que su alma de niño era protagonista, como que, siendo muy pequeño, tenía que recorrer grandes distancias bajo esas lluvias turbias para llevar algún recado; un día caminando descalzo entre el monte espeso que parecía tragárselo, con la misión de transmitir información. Una mañana en que el invierno pareció dar tregua, víctima del hastío por el encierro humeante, fui caminando hasta la casita de la carretera donde vivía la niña morena de pelo eléctrico con manchas blancas de barro sobre la piel. En el camino, los colibríes apurados paraban sobre las flores de la orilla, traían mensajes que en mi condición de visitante no estaba en la capacidad de entender; dicen que, más allá de su volar solemne, traen el alma de la tierra y los mensajes de sus ancestros para que no se olviden las raíces, las verdaderas, las que mueren cuando la naturaleza calla. Jugamos un rato, me presentó a sus pequeñas esculturas de arcilla con nombres de platos para cenar, las casas que estaba construyendo y me dijo que pronto todos tendrían un lugar donde vivir y dormir, no como ella que dormía en el piso porque sus hermanos no le dejaban espacio en la cama. Sus pequeños pies se perdían entre el barro blanco, arenoso y frío, daba la impresión de estar sembrada allí, de provenir de las entrañas del fango y tener orígenes subterráneos. Cuando se acababa la arcilla, traía agua de los canales de la carretera con sus manitas y la mezclaba bailando sobre el charco, luego se volvía a acurrucar y seguía su labor. Sobre el medio día, el viento empezó a soplar en direcciones encontradas confundiendo los matorrales, el cielo se encerró como campanazos de catedral anunciando un funeral. Intenté decirle adiós, Trinidad seguía tan embelesada en su juego, que fue indiferente a la lluvia y a mi partida. Pronto empezó a llover de nuevo, tuve que regresar a casa corriendo entre el monte asustado por la tormenta que venía atravesando la montaña.
Llovió sin parar por una semana más, el cielo se escuchaba molesto amenazando con castigos para los creyentes en pecado. Un campesino empapado pasó por la cabaña durante esos días, tomó sopa caliente con arepas para continuar su camino. Yo me senté a su lado para no perder su olor a sudor cálido bajo el agua de la lluvia, evaporándose entre su ropa por el calor del fogón prendido. Nos contó que días atrás, un jinete que iba a votar al pueblo quedó gravemente herido, su caballo iba a pleno galope de ascenso en el montón de arena que estorbaba en el límite de la carretera. En la mitad del salto, Trinidad alzó vuelo entre el barro como un espanto blanco saliendo del sepulcro. El caballo elevó las patas delanteras, pues su instinto le impedía agredir a la niña y cayó de lomo sobre el jinete, que quedó como un huevo frito sobre las pequeñas casas de arcilla de la aldea en construcción. Al atardecer, Amparo y Vicente volvieron de trabajar en el trapiche. Desde la montaña, vieron el hilo de faroles de estopa y aceite quemado rodeando la casa y encontraron a las vecinas de ambas veredas rezando por la recuperación, del que habían llevado al pueblo en guando, para que lo viera un curandero. Trinidad estaba desde el incidente escondida detrás de la montaña de arena de la carretera con el barro endurecido sobre la piel. Su carita era blanca y tiesa como una máscara del Carnaval de Venecia, con dos hilos grises por las lágrimas de miedo que derramó toda la tarde. Ya los murciélagos dormían una siesta y las luciérnagas se agruparon al terminar el turno de la noche, cuando Amparo arrastró del pequeño brazo a Trinidad y aún con las rezanderas en el frente de la casa, bañó a la niña con agua fría sobre el lavadero, le restregó la piel con la esponja de lavar las ollas, con la peinilla tupida de sacar los piojos, le peinó su cabello y a la fuerza despegó el casco de barro sobre su cabeza sin detenerse por los alaridos que la niña lanzaba. Los hermanos, supuestos responsables de la pequeña Trinidad, le dijeron a Vicente que se había quedado sola a pesar de que ellos le rogaron, como todos los días, para que los acompañara; añadieron que siempre se escapaba a jugar en los charcos como un sapo de agua puerca.
Con el cantar del gallo mojado llegó la noticia de la muerte del jinete. Las vecinas se despacharon en rosarios para su alma, en caso de que hubiera cometido pecado vergonzoso en vida. Vicente encerró a Amparo en la cocina, le pegó con el fierro de atizar el fuego y la culpó por haber tenido a una hija que no debió nacer. Ahora la familia cargaría con un muerto que vendría por ellos una noche de esas en las que salen las almas en pena y las brujas a quitar maridos. Amparo aceptó la culpa por haber dejado que Trinidad naciera, a pesar de su avanzada edad y pobreza; males de una mujer aún fértil, que se atreve a amar. Atemorizados por las represalias del difunto, fueron a las parroquias de ambos pueblos a pedir una misa en su casa para romper con la maldición. Ningún cura aceptó ir por no tratarse de su jurisdicción, tampoco dejaron que le llevaran a la niña alegando que no estaba bautizada, ser hija de dos padres que vivían en pecado, hacer muñecos de brujería con barro, según le informaron las vecinas, y vivir en el fango como los cerdos malditos de las sagradas escrituras. Mandaron bendecir tres escapularios a Chiquinquirá, le pusieron uno en el pecho, otro en la espalda y el último en el pie derecho. Amparo y Vicente tuvieron que llevar a Trinidad al trapiche todos los días por el miedo a que se repitiera el percance o a que las vecinas quisieran hacerle un rezo y la colgaran de un árbol. Lo que más le gustaba a la niña era poder acompañarlos, hacer parte de ellos y hablarles de lo que antes les contaba a sus muñecos. De vez en cuando les transmitía en vano los mensajes de los abuelos muertos, que le traían los colibríes siguiéndola a todas partes, el eco de su vocecita resonaba en los robles del camino y moría en las quebradas crecidas por el invierno. En el trapiche se aburría porque pasaba el día sola sin tener con quién jugar, tampoco había barro para construir nuevos amigos. Los demás trabajadores le tocaban el cabello y le decían cosas al oído que ella no podía entender porque no conocía esas palabras. Trinidad le temía al camino de regreso, sus papás volvían cansados por la jornada, la gritaban por parar en el camino a recoger moras y mortiños para llevarle a sus hermanos. En los días en que Vicente tomaba mucho guarapo, no solo gritaba a la niña, golpeaba a Amparo sin motivos aparentes y hasta la arrastraba del pelo por los senderos resbaladizos de la trocha. Si Amparo lloraba en silencio, Trinidad le entregaba algunas moras para consolarla; no importaba que ese día no llevara a casa más que mortiños.
Luego de la muerte del jinete, los alcaldes se pusieron de acuerdo en un porcentaje de ganancia y lograron hacer un contrato para emparejar la carretera. Las lluvias mermaron poco a poco hasta que desaparecieron, dando paso a uno de los veranos más largos de los años de mi infancia. A veces pasaba por las tardes para jugar con la niña solitaria, no la veía en la carretera, ahora plana y libre de los charcos, de donde antes emergía olvidada por todos.
Volvimos en las siguientes vacaciones soleadas y secas, fruto de las contradicciones del clima que impedía planear las cosechas. Caminé bajo el rigor del sol de media mañana por el sendero hacía la casa de Trinidad, los colibríes me siguieron sin que pudiera entender su compañía. Frente a la pequeña casa en medio de penuria, reposaba una cruz en memoria del jinete, estaba adornada con flores que ponían las vecinas. Amparo vivía sola con sus cuatro hijos y los otros dos que le había dejado Vicente antes de irse despavorido unos meses atrás. Le pregunté por la niña escultora, llevaba una caja de plastilina de colores para que hiciéramos figuras. En una totuma rota sirvió guarapo de miel de caña que escurría en gotas por una ranura. Para evitar untarme, tuve que sentarme con las piernas abiertas sobre la piedra junto al fogón de la cocina oscura y triste; el guarapo estaba ácido, fuerte como los ojos de aquella mujer. Pelaba yucas minúsculas con la mirada puesta en la montaña, las iba poniendo una a una en la braza del fogón. Se mantuvo silenciosa, sin mirarme, como si yo no estuviera allí, entonces comprendí la soledad de Trinidad. Quise irme para dejarla en sus cavilaciones. “¡Ay mi niña! si pudiera le haría unas arepas, pero hace mucho tiempo que no se da maíz por estas tierras. A la próxima, sumercé me trae harina, yo veo como consigo una gota de suero y la atiendo como se debe.” Dijo con la voz apagada, mirando sus pies descalzos sobre el suelo terroso. Con un chuzo de palo sacó del fondo del fogón un pedazo de yuca, la sopló, le limpió la ceniza con una esquina de su falda, de dos golpes con una piedra la aplastó y me la pasó humeante de vapor. No quería parecer inútil ante su ofrecimiento, con una mano soplaba la yuca para poderla comer y con la otra sorteaba la totuma para no chorrear el pantalón. Volvió a sentarse en los palos atravesados junto al fogón. Sin que se le entrecortara la voz, ni la postura, me contó la historia de su hija. Terminó su relato contándome que, un día en el trapiche, cuando Amparo salió por leña, Trinidad se acercó a una caldera caliente donde el néctar de caña se volvía panela. Al ver que el caramelo era espeso, quiso cogerlo para hacer muñecos antes que lo trasladaran a los moldes. A la caldera caliente cayó la niña, la sacaron cubierta como una estatua dulce por dentro y por fuera, con agua fría le quitaron las capas pegadas a la piel, la untaron en aceite de cocina y la llevaron al pueblo más cercano. En el camino, la pequeña Trinidad le preguntó a su mamá si quería jugar con ella a hacer muñequitos de barro, Amparo le respondió que sí, que pronto irían juntas a casa. La niña cerró los ojos para siempre con una sonrisa de felicidad. Tomado de https://rubybecerra.wordpress.com/
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