Sxxi.net. A las 9 y15 de la noche recibí la llamada de la mamá de Edgar Augusto que preocupada me decía: “Por favor dígale a mi hijo que no sabemos si amanezcamos, está cayendo ceniza desde las tres de la tarde y todo esta muy extraño; se han escuchado explosiones en el nevado y estamos muy asustados; las calle y techos tienen una capa muy grande y parece que nos va a tapar o a aplastar tanta arena y ceniza que sigue lloviendo”. La señora Elsy estaba en el Líbano, arriba de Armero, y me llamaba porque sabía que andábamos juntos en Bogotá; éramos compañeros en la universidad, vecinos de edificio, él de odontología y yo de psicología, además fuimos compañeros de primaria y bachillerato en el colegio “Isidro Parra” del pueblo; pero donde él vivía, cerca de la Universidad Nacional, no había teléfono. Yo vivía con Martha, mi compañera en aquella época, próxima a dar a luz a Andrés, mi hijo mayor, en una casa que compartíamos con varios compañeros de la universidad, en el barrio Américas Occidental.
Vimos el noticiero Tv Hoy y al finalizar a las 10 de la noche, reportaron que seguía muy fuerte la actividad del volcán del Ruiz; pensé en mi familia, también vivía en el Líbano, pero no tenía forma de comunicarme. Al despertar, el jueves 14 de noviembre de 1985, prendimos el radio y un piloto de Venadillo, le reportaba a Yamid Amat, del programa 6 a 9 a.m. de Caracol, que Armero había desaparecido. Un escalofrió recorrió mi cuerpo, pensé en mi mamá, mi papá, mis hermanos, intentamos comunicarnos, con la señora Elsy, pero solo un pito constante sonaba al otro lado de la línea. A medida que avanzaba la mañana, entrevistas e imágenes mostraban la realidad: Armero había sido tapado por más de 60 millones de toneladas de lodo y piedras.
Al llegar a la facultad de Ciencias Humanas, todos en la Universidad Nacional, como el país entero, no salíamos del asombro de lo que había pasado. Con el transcurrir del día empezamos a hablar y a hacer asambleas por facultades para organizar apoyo, tanto de ayuda material, como de grupos de voluntarios que quisieran ir al sitio del desastre a colaborar en el rescate de las víctimas o dar apoyo psicosocial. Hablé con Martha sobre mi decisión de acompañar esta actividad de solidaridad y, a pesar de que su estado de embarazo estaba avanzado, la familia de ella me alentó a ir, con la tranquilidad de que iba a estar cuidada. El día 15, la universidad hizo el anuncio oficial de acompañar esta situación y puso a disposición recursos económicos y un bus, en el que iban el médico y profesor Oscar Agudelo, y la profesora Ana María González de Trabajo Social, quienes coordinaban un grupo de 28 estudiantes de Medicina, Psicología, Trabajo Social e Ingeniería, quienes salimos en primera instancia mientras se organizaban brigadas de recolección de ayudas y de personas que irían en un segundo grupo, los próximos días, de acuerdo a lo que reportáramos.
Cuando llegamos a Ibagué, la capital del Tolima, se notaba el impacto de la tragedia en sus calles. Iban y venían ambulancias, establecimientos públicos como la Cruz Roja, el Sena y el hospital Federico Lleras, se habían convertido en refugio de heridos y morgue de los que fallecían en el camino. Como no había cupo para atender tantos heridos, fueron llevados a los hospitales que estaban en los pueblos vecinos como Espinal y Girardot, por el lado sur del departamento, y la ruta por tierra seguía hasta Bogotá; al mismo tiempo helicópteros aterrizaban en los hospitales de la ciudad donde se desplegó un operativo de atención sin precedentes y sin orden, para recibir cientos de rescatados que venían con heridas por los impactos de la avalancha y quemaduras causada por el lodo caliente.
Los 30 que llegamos a Ibagué en un momento no sabíamos si lo mejor era quedarnos o irnos a algún lugar donde no hiciéramos estorbo, para dejar el espacio que requería tanta gente, que seguía llegando, solo con lo que tenían puesto, ya que la furia de la naturaleza a media noche, solo dio la oportunidad de salir o despertar en medio de la ola, que a muchos sacó de sus casas, que se quebraban como cáscaras de huevo o se hundían en medio de un líquido caliente, que por inercia arrastraba lo que estaba a su paso.
Encontramos algunos cuartos en un hotel de la 2 con 15 y, desde allí, nos dividimos por grupos para coordinar el mejor sitio para ubicarnos y empezar a ayudar, de alguna manera, a quienes reflejaban en sus rostros el impacto de sentir como el mundo, su mundo, Armero su pueblo, recibió en una noche algo inesperado para convertirlos en refugiados o damnificados de la avalancha, huérfanos de familia o sobrevivientes milagrosos, de algo que para el mundo se revelaba como la Pompeya del Siglo XX.
Escuelas , colegios, universidades, se convirtieron en hospitales improvisados y abrieron sus puertas para que se asentaran los rescatados, y la televisión y la radio no paraban de informar que el operativo continuaba por aire y tierra. Al día siguiente decidimos avanzar hasta el pueblo de Venadillo que por su cercanía a al rio Recio, tenia a sus habitantes asustados, puesto que este río nace también en el nevado del Ruíz, y el volcán seguía en actividad. En principio nos instalaron en un jardín de Bienestar Familiar, por ser una brigada de apoyo de la Universidad Nacional, y desde allí decidimos llegar a Lérida, un pueblo que estaba más hacia el norte y que era conocido como un moridero de burros, pero que por esta avalancha, tuvo la oportunidad, por su planicie, de ser el helipuerto mas cercano a la zona de desastre, sitio adonde empezaron a llegar todos los apoyos y brigadistas nacionales e internacionales. Los estudiantes de medicina se unieron a los brigadistas y en los centros de recepción empezaron a colaborar con la clasificación de heridos. Las medicinas para curar escasearon, lavar con mucho agua, aplicar antibióticos y calmantes para el dolor, era lo que más se hacía; mientras en otros lugares ya se hablaba de pacientes que debían ser amputados, pues las heridas en sus brazos o piernas rápidamente se gangrenaban; las víctimas aumentaban a medida que los rescatados no podían ser atendidos como ordenan los protocolos, y por la difíciles condiciones de atención que se tenían en los centros médicos improvisados. Cientos de voluntarios como nosotros, fueron arribando de todo el país, y del exterior. Empezaron a llegar helicópteros que traían ropa, medicina y alimentos, y se devolvían con heridos o sobrevivientes, que por el shock, solo querían huir de la zona de muerte.
Psicólogos y trabajadoras sociales a medida que interveníamos a los sobrevivientes entendímos que este fenómeno, no solo había impactado a los salvados de milagro, sino que también a nosotros nos empezaba a afectar, tanto drama humano, tanta tristeza y desolación, tanto llanto y angustia, por no comprender que había pasado
para perder a sus seres queridos, madres, padres o hijos, familias enteras, vecinos y preguntándose por qué la naturaleza se ensañaba con un pueblo que para sus habitantes era uno de los más felices por las combinaciones naturales, geográficas, económicas y sociales que tenía.
Los armeritas eran felices porque su acueducto tomado del rio Lagunilla, el mismo por donde bajó la avalancha, y que nace en el nevado del Ruíz a 60 kilómetros en línea recta, tenía un agua pura y cristalina, fría a toda hora, para menguar las altas temperaturas de este valle. El rio Lagunilla desemboca kilómetros abajo, al rio Magdalena, lo que privilegiaba esta tierra para el cultivo de arroz, maní, ajonjolí, algodón, lo que hizo llamar a Armero, la ciudad blanca, por ser una de las zonas donde más se cultivaba esta bella planta. Pero en Armero también se cultivaban frutas, había ganado, además de ser epicentro turístico para toda la región del norte del Tolima, privilegio que compartía con Honda y Mariquita, ciudades con historia y linaje colonial.
Lagunilla, Azufrado y Guali son ríos que nacen en el nevado del Ruíz, pero cuando el volcán Arenas, que está sobre este nevado, hizo erupción, la lava derritió grandes bloques de hielo que cogieron cuesta abajo por la cuenca del Lagunilla; por el Azufrado y Guali, que se juntan en la parte baja para llegar a Honda, fue menos el desprendimiento de hielo, pero de todas formas Mariquita y Honda sintieron el pánico de la noche, al oír como rugían los ríos que en otro momento eran arrullo para dormir.
El nevado del Ruíz y la erupción del volcán Arenas, forman una pareja mortal para cuando el segundo hace erupción. En 1985 no era la primera vez, ya lo habían hecho en 1845, llevándose del mismo sitio donde estaba Armero a San Lorenzo, tragedia en la que murieron aproximadamente mil personas. En 1595 el cronista Fray Pedro Simón reportó voces, que desde Toro Valle, fueron testigos de la erupción, y a orillas de Barrancarmeja vieron pasar bloques de hielo que se disolvieron a la llegada a Barranquilla, por Puerto Colombia. No es ciencia ficción, y la historia lo narra bautizando al volcán, como el león dormido. Lo mismo pasó el 13 de noviembre de 1985, un rugido que mató a veintidós mil personas que no alcanzaron a salir o que murieron en el transcurso del rescate, y sacó de sus camas a seis mil que sobrevivieron por estar cerca de partes altas o sectores del pueblo que fueron inundados por el lodo, que no extendió su brazo con tanta fuerza, por que hasta kilómetros adelante del pueblo, como el serpentario de la Universidad del Tolima, llegó la ola que partió del nevado a las 9 y 45 de la noche.
Juan Manuel Luna, compañero de carrera, quiso acompañarme a subir hasta el Líbano para saber de mi familia, pero estaba claro que no podíamos ir por carretera por que la avalancha la había tapado kilómetros adelante hacia Lérida, lo que implicó, convencer a soldados del ejército, que para ese momento rodeaba la zona de desastre, para poder pasar caminando por la parte alta y encontrarnos luego con la vía que de Armero subía hacia el Líbano. Luego de caminar un trecho pudimos ver en un primer plano que el lodo tapaba las casas, que el olor del calor se confundía con el de personas y ganado muerto, que el clima hacía sentir más apocalíptico lo que veíamos. Por momentos pensaba en lo que sintieron los que esa noche murieron en la oscuridad, arrastrados por una fuerza colosal que los arrastraba o los dejaba moribundos al garete de una noche llena de gritos y pedidos de auxilio.
Ya en la carretera supimos que la gente del Líbano estaba bien, pero la mayoría querían abandonar el pueblo por que no se sabía que iba a pasar. Los carros bajaban hasta la entrada a Armero y, al no poder continuar, los pasajeros se arriesgaban a cruzar las trochas que la gente había hecho para encontrar la carretera que los sacara hacia Ibagué. La entrada al Líbano fue triste y silenciosa; los pocos que circulaban por las calles no dejaban de mirar hacia el nevado; las puertas cerradas y pocas tiendas abiertas; muchos se dedicaban a barrer y recoger la arena que todavía era testiga silenciosa de lo que había pasado.
La alegría de mi mamá, mi abuela y mis hermanos fue grande al verme llegar. No supe de dónde sacaron pollo, pero hubo sancocho para recibir al hijo que estudiaba en Bogotá y llegaba con un compañero a ayudar a los que todo lo habían perdido; una labor imposible, pero era la mínima responsabilidad que se podía pedir a alguien que estudiaba para ayudar a mejorar la salud mental de la gente. Mi papá tenía trabajo para limpiar techos y cuidar casas, pues varias familias conocidas se habían ido, llevándose solo una maleta con la ropa, pues no había paso para carros en la entrada a Armero que era la salida obligada a Ibagué o Bogotá. Es decir, el pueblo quedó para los que no teniendo a dónde ir; solo confiaban en que el volcán no tuviera más erupciones y que la mano de Dios los protegiera de una calamidad como la que vivieron los que estaban 47 kilómetros carretera abajo.
Del Líbano nos animamos a subir hasta Murillo. A 3.200 metros el nevado se veía imponente, con su columna de humo que llevaba más de un año anunciando su erupción, muy blanco en contraste con el azul del cielo, una tierra fertilizada y vuelta a fertilizar por las cenizas volcánicas; la papa y la leche se amontonaban porque también al irse la gente del pueblo, hubo producción sin consumidores; los campesinos no sabían que hacer y solo la espera era su aliada.
Allí vieron la pirotecnia del volcán la noche del miércoles 13, la defensa civil de Murillo, desde la 9 de la noche, había perdido comunicación con Armero; en las estaciones que escuchaban el reporte no podían hacer nada, porque no había forma de avisar a los de Armero, cuyas autoridades, empezando por el cura del pueblo, desde las 3 de la tarde dieron la orden de entrar a sus casas, no salir y taparse la nariz con pañuelos húmedos. Murillo fue escenario de la erupción y cuando escucharon el rugido del río, comprendieron que esa noche la muerte marcaría la historia de un pueblo joven y próspero, que no merecía esa suerte por estar en el lugar equivocado.
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