Turismo en tiempos de cuarentena

Pequeños poblados y municipios intermedios la opción para pasar la pandemia y la nueva alternativa de vida. Foto: Sxxi.net. Panorámica de El Libano Tolima.

Por Rodrigo Celis Salinas, para Sxxi.net

Está sucediendo. La pandemia y las nuevas normas que implican el distanciamiento social no sólo transformaron el turismo tradicional, también abrieron la compuerta a nuevas posibilidades de disfrute del territorio y de la riqueza paisajística de espacios insospechados.

Hasta hace poco tiempo la vida ciudadana fluía a borbollones, entre la asfixia de la metrópolis, la contaminación y el ritmo de vida desaforado de la búsqueda del sustento, el caos del transporte, la inseguridad y la desorganización urbana.  Se insistía en la urgencia que el hombre citadino frenara su vertiginoso camino suicida que resulta de sobrevivir así y se planteaba como salida terapéutica mental la mirada colectiva al campo y a la vida rural y natural.  Esa decisión estaba aplazada, por lo menos como conglomerado humano y, con más veras, en los países industrializados.

Entonces se tenía como formato de turismo recreacional el ir a los escenarios creados para el comercio del aparente descanso, balnearios de otros países, de donde se regresaba sin dinero y más cansado que de costumbre. El clima cálido de nuestro país desarrolló pueblos en los que se duplicaron esas experiencias y nacieron centros vacacionales donde se encontraban los mismos citadinos, pero en bermudas y camisetas ligeras.  Quienes tuvieran recursos podían irse a playas destinadas por multinacionales, empaquetarse en un plan vacacional “todo incluido” o incluso salir del país en recorridos rápidos de varias ciudades en solo dos o tres semanas. Pareciera que se gozara en la proporción de lo lejos que se fuera y en la acumulación de millas de distancia. La idea era llegar a una ciudad a sólo tomarse la fotografía de rigor, enviarla y después salir rápidamente a otra y repetir el ciclo. Entre tanto, el turismo interno estaba reservado como una opción económica, de los sin plata, los sin plan; y el turismo de aventura para un puñado de “mochileros, fuera de onda” y de los extranjeros, estos últimos sí sabían lo que buscaban y lo encontraban. Ellos fueron los primeros en descubrir para el turismo internacional cientos de lugares desconocidos que se fueron haciendo por el creciente voz a voz, de lo exótico y de lo económico que aún resulta para ellos.

De repente todo cambió. Llegó un día en el que se detuvo el mundo. La pandemia mundial llegaba con su sálvese quien pueda, cambiando normas, comportamientos, accesorios, creando controles a la población e imponiendo el miedo como una posibilidad en el camino de la subsistencia y la incertidumbre en el menú de lo cotidiano. El mundo se encerró en cuatro paredes y se colocó un tapabocas. Llegaba la enfermedad pero, para los optimistas, también traía el aprendizaje y nuevas posibilidades de habitar y caminarse el planeta.

Lo evidente de la magia del territorio

Desde mediados de marzo, cuando se anunció la primera cuarentena obligatoria, comenzó un viaje de la ciudadanía, esta vez hacia el interior de cada ser. Las rutinas se hicieron sistemáticas: del espacio del trabajo a la casa, de la oficina hacia lo reducido de un apartamento, de la fábrica o taller al desolado mundo de las cuatro paredes. Qué golpe tan duro para muchos que tuvieron que regirse por un control tácito, casi que voluntario, que ni en los tiempos de las dictaduras militares más severas hubieran cumplido de manera tan estricta. Esta vez era un virus el dictador, que llegaba para dominar cualquier comportamiento humano y aniquilar a quien pretendiera desafiarlo.

Quienes alcanzaron a salir de las grandes ciudades, resultaron ser los privilegiados y se refugiaron en pequeños poblados, ciudades intermedias. La casa del pueblo, del tío, la finca del abuelo, de la familia, de un amigo, de un vecino. Todos estos refugios se convertirían en bunker ante el enemigo silencioso que empezaba a azotar las ciudades. Y hasta allí llegaron cientos de citadinos. Los improvisados albergues recibían a las familias, quienes burlaban los controles de salida de las ciudades y pensaban que estarían, tan sólo un fin de semana, a lo sumo, quince días. El tiempo pasó, la historia dará cuenta del viraje del tiempo y de cómo el mundo se reinició, buscando, el cómo hacerle frente a un enemigo mutante, invisible y sin forma. De esto ya se completan 6 meses.

Un alojamiento improvisado surgió como destino, en cualquier lugar de la geografía de nuestro país  y quienes se sintieron expulsados por las circunstancias, de repente estaban viviendo una experiencia maravillosa, diferente, un acercamiento a sus raíces, a lo diferente, saboreando nuevos alimentos, observando el colorido de la naturaleza y recorriendo nuevos caminos. Todas esas posibilidades para la vida, que el agite diario no permitía ver y que ni un fin de semana en un centro vacacional o en un hotel de cadena impedía dimensionar la riqueza cultural de lo que hacía tiempo se estaba dejando de disfrutar.

El turismo se transforma a partir de la nueva realidad postpandemia. Foto Rodrigo Celis Salinas.

Entonces, era cierto, como dice la canción, “no hay que marcharse lejos para ver amanecer, ni buscar otro lugar, ni otro vino que beber, ni otra gente que te pueda comprender”. Entonces se encontraron de frente a un país servido en bandeja, al que conocían su belleza sólo por televisión y al que hasta hace pocos meses las condiciones de violencia habían impedido recorrer, pero eso es otra historia. De repente, en los alrededores de la pequeña ciudad, el pueblo, la vereda, había cientos de espacios, escenarios locales, propicios para la vida y el disfrute. Tomó fuerza salir a caminar, conocer los rincones escondidos y adentrarse en la historia de sus caminos, sus viviendas y su gente por no decir de la comida y todas las formas naturales del entorno.  Estábamos frente a una resignificación de un país que apenas ahora consideraría para el disfrute, otros escenarios para el turismo y darnos cuenta de que aquí el sol también alumbra, el agua también es agua y el mar también es el mar.

Del  albergue a un turismo familiar

Y siguió sucediendo. La adecuación de espacios de cientos de pueblos, para el albergue familiar, abrió entonces el camino para repensarse el territorio, auto reconocerse en un naciente turismo local, no masivo, aún en ciernes. Por fin, en un ejercicio de cartografía social se iniciaba un catálogo en positivo de lugares y proyectos como potencial para mostrarse y que estaba escondido en el inventario de las emociones y del amor por el terruño ancestral. Han pasado estos meses del covid-19 y sigue aumentando la caracterización de estos  propios atractivos. Es como mirarse al espejo y en un proceso de autoevaluación darse cuenta de la riqueza interior. Y entonces el ejercicio hace que se rescaten historias, se hagan uso de casas, se valoren enseres, se desempolven historias, se reconozcan personajes, se adecuen espacios, se reconozcan caminos, se verifiquen tradiciones, en fin, territorios que logran convertirse en el escenario vivo que quiere contarse y a la par servido para los potenciales clientes nacientes.

Entonces la cocina de campo cobra vigencia, con sus múltiples sabores tradicionales, las recetas y los tiempos de preparación, pero también los productos de la huerta o el cultivo. Llega la noche con la contemplación de estrellas y surgen las historias de espantos o de la vida ancestral, y de los tiempos de la violencia. Montar en caballo, ir a un rio, caminar por un sendero y contemplar las aves, acampar, nunca estuvo tan al orden del día del esparcimiento como en estos tiempos.

Otro de los aspectos importantes para la justificación del turismo en estos nuevos espacios es el geográfico. El miedo al contagio se pierde progresivamente en escenarios amplios, naturales, donde no hay contacto con otras personas, más que con la vegetación y el entorno natural. Allí, se vence la incertidumbre, con tranquilidad, nos desprendemos del tapabocas y caminar al lado de nuestro grupo familiar sin el distanciamiento que trae la afluencia de personas, nos genera la seguridad que estamos buscando.

Turismo comunitario, nuevas apuestas e inexplorados formatos

Necesitamos “masticar” lo que está sucediendo. Ese conocimiento necesita depurarse, gestionarse, articularse, por las propias comunidades. La conectividad y apoyo a las nuevas maneras de la gestión rural hará que surja esa oferta turística de manera organizada e integral. Esto redundará en beneficios pues habrá un elemento adicional en la subsistencia y en la generación de fuente de ingreso: el poder ofertar sus espacios cotidianos como propicios para ser visitados.

Repensar el turismo para tiempos post corona virus es dimensionar un mundo que necesita ser más bioseguro, pero también más responsable. Necesitamos empoderar a las comunidades campesinas para coadyuvar la labor agrícola con otras posibilidades como puede ser el turismo. Esto va de la mano con la sostenibilidad y el respeto por la naturaleza.

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