La pandemia que enfrenta la humanidad ha puesto sobre la mesa el concepto de vivir con lo básico para la situación actual: alimento, techo, servicios públicos, tapabocas y jabón para luchar contra el virus, atención especialmente en caso de ser infectados, sumado ahora al internet (que no todos lo tienen, al igual que el servicio de salud) para estar conectados al trabajo, saber de la familia, y no perder el hábito moderno de estar en red; lo demás resulta accesorio.
Alejados del desenfreno diario, de la carrera cotidiana, de la falta de tiempo y de estar apartados de quienes conviven con nosotros, ahora la vida parece detenerse y nos pone en un confinamiento, en el que ya no significa mucho eso que antes parecía importante: estar a la moda, ir de compras con desenfreno, viajar, tener el carro de última generación, el celular de alta gama, ropa de marca, perfumes y maquillaje extra caros, asistir a espectáculos, el fútbol, salir de rumba, y otras cosas sin las que efectivamente podemos vivir.
La cotidianidad se ha simplificado y como consecuencia del aislamiento social muchos tienen la sensación de estar prisioneros, aunque si lo vemos desde una óptica constructiva, el aislamiento también nos ha liberado de una serie de ataduras y exigencias irracionales que han contribuido a la cosificación del ser humano y a la destrucción de la naturaleza.
Incontables videos nos muestran que el mundo reverdece sin nosotros; los animales, (aun algunos que se creían extintos) hacen su aparición en todos los escenarios de la Tierra, fenómeno que debe llevarnos a la reflexión sobre la urgencia de cambiar ese modo de ser depredador que el ser humano ha impuesto en este discurrir por el mundo, como eje central de una política perversa e inconsciente que privilegia la muerte sobre la vida, extendiendo sus secuelas de hambre, desesperanza, enfermedad, explotación, rapiña, saqueo, robo, corrupción, sometimiento, dolor, dramáticamente a todos los seres sintientes del planeta.
Nuestro ojo no ha sido sencillo, para infortunio de todos se ha centrado en lo intrascendente, le ha dado valor a cosas triviales, que en un contexto de supervivencia carecen de utilidad; y ese abordaje nimio de la vida, nos ha impedido reconocer la esencia de la existencia, y el entramado caótico en el que estamos inmersos, de ahí los pronósticos desalentadores sobre el cambio de conciencia de la humanidad, porque si salimos de esta, como se espera, los especialistas predicen que el sistema nos enredará en la misma tragedia mediática que hemos venido viviendo, con más furia que antes, para sostener las prebendas de unos pocos, a cambio del infortunio de muchos.
Pero, con inteligencia, debemos contrariar esa visión, pues esta crisis que sentimos en carne propia tiene que ser aleccionadora, situarnos en el plano de lo esencial y abrir nuestra mente a la realidad, porque es incomprensible que en medio de esta vicisitud, cuando la fraternidad de ciudadanos de bien se hace visible favoreciendo a los desamparados, siga operando el andamiaje cruel que se manifiesta en dirigentes insensibles ante el dolor, o adiestrados en la trampa, en la apropiación indebida de recursos destinados a las personas vulnerables, en una expresión antiética y despreciativa de la vida de quienes tienen tantas carencias: del campesino que nos abastece; del personal de salud que arriesga su vida por nosotros; de quienes no tienen trabajo; de los microempresarios que esperan un alivio económico ante esta emergencia social.
En nosotros, ciudadanos de este país, está la oportunidad de apartarnos de este pronóstico y de ayudar a construir un buen vivir para todos, en donde: las necesidades del otro cuenten, los derechos de los niños, las niñas, las mujeres y las personas mayores se cumplan, los jóvenes tengan oportunidades reales, en el marco del respeto y cuidado de la naturaleza como fundamento básico de una sana convivencia, justicia y productividad.
Pero, cómo empezar esta transformación sino por la familia, enseñando con el ejemplo, que es la principal herramienta educativa, el amor por nuestros congéneres, empezando por los miembros de nuestro nicho afectivo; educando en la honestidad; instruyendo en la solidaridad, en la lealtad, en las actuaciones éticas en los contextos en los que nos movemos; descubriendo afectuosamente las bondades de tener un ojo sencillo, centrado en lo esencial, en donde la formación espiritual tenga un lugar preponderante; también evitando endeudarnos más allá de nuestras posibilidades, y eligiendo gobernantes comprometidos, honorables, respetuosos de los dineros públicos e instruidos, que entiendan la responsabilidad de administrar bien y para todos. Adicionalmente, la evolución del sistema educativo es ineludible y debe ser la médula del desarrollo del país.
Colombia, el país más corrupto del mundo, según Transparencia Internacional, también tiene mucha gente buena, que debe emprender con urgencia la tarea de restaurar los valores perdidos, y edificar con bases sólidas una conciencia colectiva del bien común, porque es detestable ver cómo, año tras año, quienes han llevado a nuestra población a la situación de miseria que devela la pandemia, sigan haciendo daño con tanto descaro y sin la más mínima consideración, al amparo de la ignorancia e ingenuidad que nos habita.
Nuestra estadía en el mundo es transitoria, de ahí que, tener el ojo sencillo, amoroso, altruista, generoso, compasivo, solidario, honesto, alejado de egoísmos, enfocado en una sola dirección que es trabajar en favor del bienestar humano, es una recomendación para todos los colombianos, en especial, para quienes por décadas han naturalizado los privilegios para ellos y sus familias, y pretenden continuar sometiendo a la pobreza y al abandono a la gente de este país que clama paz, justicia y prosperidad.
La historia exige de todos los actores sociales una actuación coherente frente a la demanda actual y es nuestro deber moral estar a la altura de las circunstancias.
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